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Capítulo 3:

Ojalá

Proceso de duelo emocional

Reflexión sobre la tristeza del duelo, la aceptación y todo lo bueno que viene detrás

Resumen: Aprender a afrontar el duelo emocional es clave para sanar tras una pérdida, ruptura o cambio drástico. Este proceso implica gestionar emociones como la frustración, la tristeza y la incertidumbre, cultivando la paciencia y una actitud resiliente. La espera también educa, y el tiempo, junto con una perspectiva positiva, puede transformar el dolor en crecimiento.

Palabras clave: separación, superar el duelo emocional, fases del duelo, investigación en psicología, dolor del duelo.

Nadie te da información o guía para vivir las etapas del duelo ya sea de una relación o de una muerte cercana, nadie te muestra lo que hay detrás

Nadie te enseña los pasos en un mundo que cada día te obliga a levantarte y caminar, nadie te prepara para un duelo, nadie te muestra lo que hay detrás de esa cortina de frustración, decepción y hasta desesperación diría yo… pero sobre todo nadie te va a preparar nunca para afrontar tus propios miedos, porque esos, como bien dice la expresión, son propios, son tuyos y solo tuyos, luego sólo tú, y desde dentro de ti, podrás darle solución a los mismos. 

Nadie te enseña los pasos en un mundo que cada día te obliga a levantarte y caminar… Así comienza una de las canciones más honestas que he escuchado jamás. Palabras que no solo reflejan la crudeza de la vida, sino también su belleza oculta. Porque sí, la vida a veces golpea, y fuerte. Pero también es cierto que cada golpe trae consigo una posibilidad: la de reconstruirnos.

Pero lo cierto es que los duelos —en cualquiera de sus formas— no son un final, sino un proceso.

Nadie nos prepara para un duelo. Nadie nos da instrucciones para sostenernos cuando sentimos que todo lo que éramos se ha quebrado. Nadie nos entrena para mirar hacia adelante cuando el alma se nos queda mirando atrás. Pero lo cierto es que los duelos —en cualquiera de sus formas— no son un final, sino un proceso. El problema aparece cuando nos quedamos atrapados en ese proceso, como si nos hubiésemos resignado a vivir dentro de un túnel sin buscar la luz al final del mismo.

La psicología lleva años intentando dar respuesta a muchas de estas inquietudes, y por desgracia son muchos los “interesados” que aprovechándose del dolor ajeno hacen del mismo un negocio, sin que detrás de ese interés, haya una formación, un razonamiento y ni tan siquiera un mínimo de decencia humana y profesional.

Me parece más interesante hablar sobre el “ojalá”, sobre la “esperanza”, sobre lo que hay después de la superación del duelo, lo que hay detrás de esa cortina cuando nos atrevemos a abrirla de par en par y descubrimos ese bello paisaje lleno de colores y olores maravillosos que nos invitan a adentrarnos en su caminar.

El duelo es una de las experiencias más duras por las que puede pasar un ser humano a lo largo de su vida. Aunque muchas personas lo asocien a la muerte, este fenómeno también puede ocurrir cuando nos rompen el corazón o cuando perdemos un trabajo después de muchos años en el mismo puesto; se produce, en general, en las situaciones en las que ocurre algo que interpretamos como una pérdida. 

Hablar ahora sobre los diferentes tipos de duelos, sus fases o los procesos que hay detrás del mismo, creo no procede, pues no pretendo hacer de este manuscrito un manual de psicología básica. Me parece más interesante hablar sobre el “ojalá”, sobre la “esperanza”, sobre lo que hay después de la superación del duelo, lo que hay detrás de esa cortina cuando nos atrevemos a abrirla de par en par y descubrimos ese bello paisaje lleno de colores y olores maravillosos que nos invitan a adentrarnos en su caminar. Y es que muy pocas personas hablan de eso, y no lo hacen muchas veces por la ignorancia de no haberlo vivido.

Como psicólogo, he acompañado a muchas personas en sus duelos. He aprendido que el verdadero peligro no está tanto en la pérdida en sí, sino en cómo la interpretamos. Es en esa interpretación donde muchas veces anida el sufrimiento crónico. Y, sin embargo, también es ahí donde nace el “ojalá”: esa esperanza que empuja, que susurra que hay vida más allá del dolor.

El peligro del duelo está precisamente ahí, en quedarse atrapado en el mismo, en no luchar contra todo aquello que en esos momentos parece oscuro para encontrar la luz, y créanme si les digo que se encuentra y que está ahí detrás. Es en esa luz donde está nuestro “ojalá”.

Recuerdo el caso de Ana, una mujer de 45 años que llegó a consulta tras el fallecimiento de su madre, con quien había compartido toda su vida adulta. Durante las primeras sesiones, Ana repetía una frase: “Ya no tiene sentido levantarme”. Su duelo no era solo por la pérdida, sino por la identidad que había construido en función del cuidado de su madre. Sin ella, se sentía vacía.

Una mañana, le pedí que trajera a consulta una taza vacía, la que para ella tuviera un significado o valor especial. La sostuvo en sus manos mientras le preguntaba:

—¿Qué ves aquí?

—Nada —respondió con tristeza—, está vacía… como yo.

Tomé una jarra de agua y la fui llenando lentamente.

—La taza no perdió su valor por estar vacía. Solo espera que alguien la vuelva a llenar. Tú no estás rota, Ana. Estás vacía. Pero puedes volver a llenarte… con calma, a tu ritmo, con lo que tú decidas poner en tu vida.

Lloró. Por primera vez, no por la pérdida, sino por la posibilidad.

Ana necesitaba entender que su vida no se había acabado, solo se había transformado. Años después, me escribió contándome que había comenzado a pintar y que sentía que, por fin, su taza volvía a tener contenido. Ana no superó la muerte de su madre. Aprendió a vivir con esa ausencia. Y esa es una gran diferencia. Hay radica el sentido de trabajar el duelo, ahí es donde los psicólogos debemos centrar nuestras energías, al menos tal y como yo lo veo y lo enfoco en mi consulta.

El apoyo en un proceso de duelo:

Como psicólogo, he acompañado a muchas personas en sus duelos. He aprendido que el verdadero peligro no está tanto en la pérdida en sí, sino en cómo la interpretamos. Es en esa interpretación donde muchas veces anida el sufrimiento crónico. Y, sin embargo, también es ahí donde nace el “ojalá”: esa esperanza que empuja, que susurra que hay vida más allá del dolor.

El peligro del duelo está precisamente ahí, en quedarse atrapado en el mismo, en no luchar contra todo aquello que en esos momentos parece oscuro para encontrar la luz, y créanme si les digo que se encuentra y que está ahí detrás. Es en esa luz donde está nuestro “ojalá”.

Recuerdo el caso de Ana, una mujer de 45 años que llegó a consulta tras el fallecimiento de su madre, con quien había compartido toda su vida adulta. Durante las primeras sesiones, Ana repetía una frase: “Ya no tiene sentido levantarme”. Su duelo no era solo por la pérdida, sino por la identidad que había construido en función del cuidado de su madre. Sin ella, se sentía vacía.

Una mañana, le pedí que trajera a consulta una taza vacía, la que para ella tuviera un significado o valor especial. La sostuvo en sus manos mientras le preguntaba:

—¿Qué ves aquí?

—Nada —respondió con tristeza—, está vacía… como yo.

Tomé una jarra de agua y la fui llenando lentamente.

—La taza no perdió su valor por estar vacía. Solo espera que alguien la vuelva a llenar. Tú no estás rota, Ana. Estás vacía. Pero puedes volver a llenarte… con calma, a tu ritmo, con lo que tú decidas poner en tu vida.

Lloró. Por primera vez, no por la pérdida, sino por la posibilidad.

Ana necesitaba entender que su vida no se había acabado, solo se había transformado. Años después, me escribió contándome que había comenzado a pintar y que sentía que, por fin, su taza volvía a tener contenido. Ana no superó la muerte de su madre. Aprendió a vivir con esa ausencia. Y esa es una gran diferencia. Hay radica el sentido de trabajar el duelo, ahí es donde los psicólogos debemos centrar nuestras energías, al menos tal y como yo lo veo y lo enfoco en mi consulta.

Lloró. Por primera vez, no por la pérdida, sino por la posibilidad.

Estamos inmersos en una sociedad donde la actitud predominante es en la mayoría de los casos negativa, pesimista. Es la actitud del “no puedo”, es la actitud del “no lo veo”. Y como dice el dicho popular, “si no lo veo, no lo creo”. Todo es en definitiva un bucle que nos lleva a no actuar, a quedarnos paralizados y a dejarnos llevar por la corriente o el viento que el duelo marque, y ahí está el principal peligro de toda esta situación, en ese dejarnos llevar.

La principal responsabilidad radica en nosotros como padres/madres, como hermanos/as, en definitiva, como familia. Pero yo me pregunto, y ¿quién nos enseña a nosotros?

Si lo pensamos detenidamente, dejamos en manos de instituciones y/o terceras personas la parte más importante de la formación de nuestras futuras generaciones, la fase crucial de crecimiento de nuestros hijos, su educación, y ahí, la suerte de dar con personas con un convencimiento, formación y actitud adecuada, será la suerte de nuestros hijos. Está genial, y es necesario, enseñar materias, asignaturas, conocimientos, cultura, pero… ¿quién se preocupa se enseñar actitudes? Por supuesto sería injusto atribuir toda esta responsabilidad al profesorado, a un centro escolar o a terceras personas, ellos no son más que una parte del engranaje. La principal responsabilidad radica en nosotros como padres/madres, como hermanos/as, en definitiva, como familia. Pero yo me pregunto, y ¿quién nos enseña a nosotros?

¿De verdad ustedes piensan que con un modelo de aprendizaje observacional basado en lo que la televisión nos presenta podemos aspirar a enseñar a nuestros hijos a ser personas “racionales” y “responsables” con actitudes firmes y adecuadas?… no sé en otros países, pero en este en el que yo vivo, llamado España, eso es una utopía. Y hablo de la televisión porque es en mi opinión el agente social más potente hoy día en la formación de actitudes y expectativas de futuro entre la población, independientemente de la edad de la misma. Y lo que predomina hoy día en muchos de los contenidos televisivos es justo lo contrario de aquello que nos hará fuertes y capaces en la vida, es un aprendizaje “basura” que sólo nos lleva a querer la inmediatez de las cosas sin valorar el esfuerzo que hay detrás de cada paso que damos en nuestro caminar, y así, es muy difícil poder aspirar a grandes cotas.

Esto ejemplificado para el caso concreto de la televisión, bien podría atribuirse también a la enorme influencia que las redes sociales están ejerciendo en las nuevas generaciones, en esas que ahora comandan muchos de nuestros hijos/as, y que por desgracia, están empapados de la cultura del selfie, el aparentar y el relatar segundo tras segundo lo que se hace o deja de hacer en el día a día, siendo por otra parte en la mayor parte de los casos, mentira, o cuanto menos, algo preparado a conciencia para que la foto tenga muchos “likes”.

Es esta nuestra realidad, podrá molestar más o menos a quien lo lee, pero es la pura verdad de lo que estamos viviendo a día de hoy en nuestra sociedad. Y por desgracia de esta realidad no nos libramos nadie, y hablo en primera persona cuando digo nadie, porque todos y cada uno de nosotros, en su amplia mayoría, alguna vez nos hemos dejado embaucar por el gran poder del “like”.

Vivimos inmersos en la sociedad del “lo quiero y lo quiero ya” o aún peor, “si ese lo tiene yo también lo quiero”. Para mí todo eso se resume en una expresión que me gusta mucho comentar con mis pacientes, trabajar la espera.

Nos han enseñado a quererlo todo y quererlo ya. Vivimos en la cultura del “clic”, del resultado inmediato. Y cuando algo no se da en el tiempo que esperamos, lo descartamos. ¿Quién nos enseña hoy a esperar? ¿Quién nos enseña a frustrarnos sin hundirnos?

Hoy más que nunca necesitamos educar en espera, en paciencia, en gestión emocional. Pero para eso, primero debemos educarnos a nosotros mismos.

Los modelos que más influyen actualmente en las nuevas generaciones —televisión, redes sociales, influencers— no están diseñados para formar personas fuertes, sino consumidores insaciables. ¿Y cómo enseñar entonces a nuestros hijos a resistir la frustración, si nosotros mismos no sabemos qué hacer con ella?

Las cosas buenas en la vida, normalmente vienen después de un largo tiempo de espera.

Nadie puede ganar un partido de fútbol sin haber disputado antes los 90 minutos reglamentarios y el tiempo añadido; ningún agricultor podrá recoger las mejores sandias de su vida sin esperar a que el tiempo de cosecha haya pasado, y aún más, sin esperar a que la climatología durante ese tiempo sea la adecuada; nadie aprende a andar sin haber gateado previamente, o al menos sin haber hecho amagos de hacerlo; nadie nace si no es con una gestación media en el vientre materno de un determinado tiempo, 9 meses en el caso de los seres humanos; nadie puede aprender a volar si no le nacen o no tiene unas alas… de ahí que haya que saber esperar, y sobre todo razonar qué entra dentro de lo posible y factible en nuestra vida, y qué resulta inalcanzable o cuanto menos muy difícil.

Esto me trae al recuerdo la fábula de “El bambú japonés”. Dicha planta es muy peculiar. Cuando se planta su semilla, durante los primeros siete años no crece absolutamente nada visible. Durante todo ese tiempo, parece que nada está ocurriendo. Y, sin embargo, bajo tierra, está desarrollando un complejo sistema de raíces que le permitirá sostenerse más adelante.

Cuando finalmente rompe la superficie, en solo seis semanas puede crecer más de 30 metros de altura.

¿Creció en seis semanas? No. Tardó siete años y seis semanas. Durante todo ese tiempo estuvo preparándose, fortaleciendo su base para poder sostener lo que vendría.

Así es el duelo. Así es la transformación. A veces sentimos que no estamos avanzando, que nada mejora. Pero cada lágrima, cada conversación, cada reflexión, forma parte de ese sistema de raíces que un día nos sostendrá.

Manejar la frustración es una de las tareas básicas que como educadores tenemos muchos de nosotros. Enseñar a la otra persona a que detrás de un fracaso es más probable que venga un éxito no es algo que estarás acostumbrado a escuchar, pero es una verdad con MAYÚSCULAS, y es una verdad que irremediablemente va ligada al concepto espera.

En el duelo la espera no casa, no cuadra, no congenia, solo la satisfacción de reducir el dolor lo antes posible nos mueve a hacer a veces cosas irracionales y tremendamente destructivas. Cuantos episodios de suicidio no hay detrás de una conducta de duelo, cuantas depresiones crónicas no se esconden en esa cortina de humo, cuántas vidas no cambian de forma negativa para siempre por no saber superar esa frustración llamada duelo. Ojalá todo esto nos lo contaran y enseñaran en nuestras vidas, desde pequeños. Ojalá alguien se parase con nosotros a explicarnos que la vida no termina detrás de un fracaso, detrás de una ruptura, detrás de la muerte de un ser querido. Ojalá nos entrenaran para ello.

Así es el duelo. Así es la transformación. A veces sentimos que no estamos avanzando, que nada mejora. Pero cada lágrima, cada conversación, cada reflexión, forma parte de ese sistema de raíces que un día nos sostendrá.

Uno de los experimentos más conocidos sobre la espera y la tolerancia a la frustración fue realizado por el psicólogo Walter Mischel en la Universidad de Stanford, en los años 60. Y aunque pueda parecer una simple anécdota infantil, esconde una lección profunda sobre la actitud ante la vida.

El experimento, La prueba del malvavisco (Marshmallow Test), era sencillo:

A un grupo de niños de entre 4 y 6 años, se les sentaba frente a una mesa. Encima de la mesa, un solo malvavisco (nube de azúcar). El adulto les decía: «Si te lo comes ahora, no pasa nada. Pero si esperas 15 minutos sin comértelo, cuando vuelva te daré 2»

Y entonces salían de la sala.

Durante esos minutos, las reacciones de los niños eran tan humanas que resultaban conmovedoras y graciosas a la vez. Algunos se tapaban los ojos para no mirar la tentación. Otros hablaban con el malvavisco, como si así pudieran controlarlo. Algunos lo olían, lo tocaban, hasta que caían y se lo comían. Pero otros esperaban. Y lo lograban.

Lo interesante no fue solo ver quién esperaba y quién no. Lo realmente revelador vino años después, cuando Mischel y su equipo hicieron seguimiento a esos niños. Descubrieron que los que habían podido esperar tendían a tener, en su adolescencia y adultez, mayores logros académicos, mejor salud mental, relaciones más estables y una mayor capacidad para afrontar la frustración.

Esto no significa que quienes no esperaron estuvieran “condenados”, sino que el experimento reveló una verdad crucial:
La capacidad de esperar y de posponer una gratificación es una de las claves de una vida más plena.

Y entonces, ¿qué relación tiene esto con el duelo, con el dolor, con esos momentos donde todo parece vacío?

Muchísima. Porque cuando duele, cuando no hay respuestas, cuando el “ya no está” pesa más que el “aún puedo”, el impulso es querer salir corriendo, distraerse, llenar el vacío con cualquier cosa. Pero si somos capaces de esperar, de quedarnos con nosotros mismos en ese dolor, de darnos ese momento, —aunque escueza—, nace la oportunidad de algo más profundo: la transformación.

Esperar no es pasividad. Es un acto de confianza.

Como el niño que no come el malvavisco porque cree que hay algo mejor en camino.
Como el bambú que se fortalece bajo tierra. Como tú, que, a pesar del duelo, puedes seguir creyendo que aún hay vida por vivir.

Supongo que para muchos de los que ahora leen estas palabras les pueda parecer muy atrevido lo que estoy diciendo, y sobre todo muy irreal. Pensar que la vida continua por ejemplo tras la muerte de un hijo es algo tremendamente difícil, y hablo de la pérdida de un hijo porque entiendo que es -desde mi punto de vista-, el mayor dolor emocional y físico al que cualquier persona puede exponerse. Lógicamente solo los que hayan pasado por esa situación podrán describir a la perfección qué ocurre dentro de uno y cómo afecta al devenir futuro de tu vida, pero lo único cierto, -para bien o para mal-, que podemos decir desde fuera, es que la vida no se detiene para quien sigue aquí ni para aquellos que con esa persona conviven, y hacer de esos días una desdicha continua es morir en vida. Hay pérdidas irreparables, y eso nada ni nadie lo podrá cambiar jamás, pero oigan y lean bien, la vida continua, con otra perspectiva, con otras ilusiones, con otras dificultades, pero sigue ahí, y lo sigue para ti, por qué tirarla a la basura. El tiempo no entiende de situaciones particulares, el tiempo no se detiene por ti ni por tus problemas, es así de egoísta, de caprichoso, o de firme, llamémoslo cómo queramos, pero es lo que siempre debemos tener presente, cada segundo que dejamos de vivir, efectivamente, dejamos de vivirlo.

Cuando escuchas esa gente que a todo le pone una fecha o un tiempo, quienes, como yo, han aprendido que la vida te cambia de golpe y porrazo en un segundo, de la noche a la mañana, nos decimos interiormente, pero ¡qué equivocados están!

Recuerda que el tiempo no espera a nadie.

Por lo tanto, para de esperar… ¿Hasta cuándo? Hasta que termines la facultad; Hasta que pierdas o ganes 5 kilos; Hasta que hayas tenido hijos o hasta que ellos hayan salido de casa; Hasta el viernes a la noche o hasta lunes por la mañana; Hasta que hayas comprado una casa nueva o hasta que la hayas pagado; Hasta el próximo verano, primavera, otoño, invierno. No hay hora mejor para ser feliz que ¡AHORA MISMO!

Lo cierto es que la felicidad no está en el “después”, sino en el “mientras tanto”. Insisto en la misma idea, nos pasamos la vida esperando: a terminar la carrera, a encontrar trabajo, a tener pareja, a que los hijos crezcan, a tener más dinero, más tiempo, más calma… Y en esa espera nos perdemos lo único que realmente tenemos: este preciso momento.

Nos convencemos a nosotros mismos de que la vida será mejor después… Después de terminar la carrera, después de conseguir trabajo, después de casarnos, después de tener un hijo, y entonces después de tener otro. Luego nos sentimos frustrados porque nuestros hijos no son lo suficientemente grandes, y pensamos que seremos más felices cuando crezcan y dejen de ser niños, después nos desesperamos porque son adolescentes, difíciles de tratar.

Pensamos que seremos más felices cuando salgan de esa etapa.
Luego decidimos que nuestra vida será completa cundo a nuestro esposo o esposa le vaya mejor, cundo tengamos un mejor coche, cundo nos podamos ir de vacaciones, cundo consigamos el ascenso, cuando nos retiremos.

La verdad es que NO HAY MEJOR MOMENTO PARA SER FELIZ QUE AHORA MISMO. Si no es ahora, ¿cuándo? La vida siempre estará llena de luegos, de retos, de “más adelantes”.  Es mejor admitirlo y decidir ser felices ahora de todas formas.

No hay un luego, ni un camino para la felicidad, la felicidad es el camino y es AHORA.

Atesora y aprisiona cada momento que vives, y en muchas ocasiones como si fuera el último. Y atesóralo más, porque lo compartiste con alguien especial, aunque pueda no estar ya presente o con nosotros, pero es o era tan especial que lo llevas en tu corazón y recuerda que: EL TIEMPO NO ESPERA POR NADIE.

Así que deja de esperar hasta que termines la universidad, hasta que te enamores, hasta que encuentres trabajo, hasta que te cases, hasta que tengas hijos, hasta que se vayan de casa, hasta que te divorcies, hasta que pierdas esos diez kilos…hasta el viernes por la noche o hasta el domingo por la mañana, hasta la primavera, hasta el próximo verano, otoño o invierno, o hasta que te mueras, para decidir que no hay mejor momento que justamente ESTE, ¡¡PARA SER FELIZ!!

Y es que la felicidad es un trayecto, un camino que hay que hacer y que hay que construir mientras se anda, nunca podemos verlo como un destino o siempre recurriremos a él como excusa para cambiar nuestra suerte.

Esto se resume en un prolífero refrán al que me gusta recurrir de vez en cuando en alguna de mis charlas, y el cual explico brevemente en el siguiente párrafo.

Trabaja como si no necesitaras el dinero, o sea trabaja porque quieres, ponle pasión al trabajo, que tu recompensa no sea el dinero si no el trabajo bien hecho, de esta forma a buen seguro ganaras el doble, y a veces la cantidad no hay que medirla en términos económicos. 

Ama como si nunca te hubieran herido, vengas o no de experiencias negativas en este terreno, pero, sobre todo, nunca hagas pagar a nadie los errores que otra persona cometió contigo, cada vez que empieces a amar pon el contador a cero. 

Baila como si nadie te estuviera mirando, baila para y por ti, que nada estropee lo que tú hagas y disfrutes de corazón, aunque te miren mil ojos, tú solo has de mirar a tu interior. Porque la vida no es un ensayo general. Es esto. Aquí. Ahora.

Todo está en ti, siempre, todo es ACTITUD. 

Celebra pues la vida que tienes la oportunidad de disfrutar y deja de anhelar la que otros tienen o la que tuviste en el pasado y ahora no puedes recuperar.